domingo, 5 de noviembre de 2017

Homenaje Carnavalero por el 20º aniversario de la Riada de Badajoz



- ¡Lucía, a cenar!


- ¡Un minuto, mamá! ¡Ya voy!


Apenas le quedaban un par de lentejuelas por pegar para tener terminada la manga derecha, y no podía parar en ese momento. Tras comprobar que estaban todas alineadas, se alejó para mirar el resultado y sonrió. Era el segundo año que iba a participar en el desfile de adultos bailando con su comparsa, y no sabía si le gustaba más eso o que fuera la primera vez que ella misma se confeccionaba el traje.


Hasta ese día solo tenía el interior, hecho con tela y varillas metálicas, y ver algo de colorido parecía un gran avance. Lo cubrió con una bolsa y lo colgó tras la puerta, en un sitio especialmente preparado para él. Después guardó con cuidado los patrones y las fotografías dentro una carpeta.



- Cada vez llueve más. Y mira cómo va el Rivillas; ahora sí parece un río.


Lucía, tras recoger los platos, se acercó  a la ventana, donde estaba su madre. Sus ojos se abrieron como platos al ver la corriente que corría a unos metros de su puerta.


- Da un poco de miedo, ¿cuándo vuelve papá? Espero que no tarde mucho.


- No te preocupes, no es más que un aguacero. Papá ha ido al bar a ver un partido, pero tiene que estar a punto de regresar.


Estuvieron diez minutos sin hablar pero, mientras tanto, ambas rezaban para que amainara la lluvia. Al fin, vieron al padre doblar la esquina, corriendo, calado y haciendo gestos a la ventana donde estaban ellas.


- Rápido, meted algo de ropa en unas bolsas- dijo este una vez entró por la puerta-. Nos vamos a casa de los abuelos, antes de que llueva más aún.


- ¿Tan tarde? Si son casi las once. ¿Es por la lluvia? ¿Le puede pasar algo a nuestra casa?


- No te preocupes; venga, coge también algunas cosas que te quieras llevar; ah, y los paraguas e impermeables. A la casa a lo mejor le entra algo de agua y habrá que fregar mañana. En cuanto me ponga ropa seca, nos vamos- no le gustaba mentirle a su hija, pero tuvo que hacerlo para no contarle que en el bar corrían rumores de que la gente debía irse a casa a tapar puertas y ventanas. A los que vivían más cerca del arroyo, les aconsejaban, incluso, que se marcharan ante las adversas condiciones meteorológicas que, en ese momento, nadie sabía lo que podrían provocar.


Lucía notó que algo pasaba, ya tenía trece años y se daba cuenta de cuándo sus padres estaban preocupados. Aun así, se centró en coger algo de ropa para unos días y un par de cosas importantes. ¿Qué podía llevar que no ocupara mucho? ¡El traje! No, era demasiado grande. Con todo el dolor de su corazón decidió dejarlo allí. Pero se llevó la carpeta con todos los diseños y fotos, para poder repasarlas. Cogió además un  par de libros y su bolsa estuvo lista.


Sus padres, con gesto intranquilo, ya la esperaban en la puerta. En un acto de decisión, valentía y tristeza, dejaron atrás el Rivillas y su casa, y se adentraron en la lluviosa y oscura noche para recorrer los apenas quinientos metros hasta la de los abuelos.


Todo lo que pasó en las horas posteriores lo recuerda como una horrible pesadilla. Llegaron empapados y el padre, tras asegurarse de que ellas estaban bien, decidió volver ante la mirada de miedo e incredulidad del resto de la familia. La hora siguiente fue tensa, no quisieron encender la televisión, apenas hablaban y solo miraban hipnotizados el extraño color blanquecino del cielo y aquella tromba que parecía no tener fin. Lucía decidió acostarse pero, entre los truenos y los rayos que iluminaban la habitación, no podía dormir, e intentó concentrarse una vez más en los patrones y medidas del traje, hasta más allá de la madrugada.


Recuerda que, a la mañana siguiente, lo primero que hizo su madre en cuanto se levantó fue darle el abrazo más fuerte de su vida. Después vio a su padre sentado en una silla, cubierto de barro y con gesto derrotado. Finalmente apenas unas imágenes que vio en la televisión fueron suficientes para que rompiera a llorar.


Tres días después, todos volvieron a casa, o a lo que quedaba de ella. Solo la fachada principal se mantenía en pie, sin puerta ni ventanas, solo agujeros por los que entró el agua, arrasándolo todo. Lucía se acercó a la zona donde estaba su habitación y el corazón se le encogió al ver la bolsa que contenía su preciado traje, arrugada y sucia, asomando entre el barro. Las varillas se habían torcido y, aunque casi todas las lentejuelas continuaban donde ella las había pegado, el resto de la tela estaba muy manchada y prácticamente irrecuperable. Miró a su madre y decidió que ese año se olvidaría del desfile; su familia necesitaba que trabajase con ellos para rehacer su vida cuanto antes.


Pero en estos momentos es cuando surge la magia del Carnaval. Se dice que, una vez que te ha cautivado, no permite que lo abandones. Y también entonces es cuando la solidaridad entre compañeros se hace más visible, todos unidos por una pasión. Varios amigos de su comparsa acudieron para consolarla y ayudar a limpiar y, al enterarse de sus intenciones, le dijeron que ni se le ocurriera dejarlos. Le aseguraron que se encargarían de coserle el traje entre todos, mientras ella se preocupaba de otros problemas.


Y así fue: el 21 de febrero estuvo bailando y disfrutando en un gran desfile, algo más ensombrecido de lo habitual, pero que todos usaron como terapia para olvidar la desgracia ocurrida tres meses atrás.



Desde aquel triste 6 de noviembre, han pasado veinte años y veinte Carnavales, con sus veinte desfiles a los que no ha faltado jamás, y ahora se encuentra cosiendo su nuevo disfraz y el de sus dos hijos, a los que ya ha inculcado el amor por la Fiesta. 


Sin embargo, a pesar del tiempo transcurrido, Lucía no puede evitar sentir un escalofrío cada vez que llueve sobre Badajoz.

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